¿El fin del contenido gratis? La prensa tradicional se plantea un frente común contra internet.
La prensa tradicional está sumida en una crisis sin precedentes y se enfrenta a la necesidad urgente de replantear su modelo económico. Esta crisis está arreciando con especial virulencia en los Estados Unidos, un país donde se combina una superabundancia de periódicos locales con una altísima tasa de penetración de internet. La actual crisis financiera se ha añadido a la mezcla para crear una tormenta perfecta.
El el resto del mundo, la crisis es severa, pero menos galopante. Mientras unos ven como sus barbas son peladas, otros ponen las suyas a remojar, y todos se devanan los sesos para encontrar una tabla de salvación que, hoy por hoy, se antoja incierta.
Como ya comentábamos desde esta tribuna, estos expertos a menudo parecen empecinarse en intentar salvar como sea unas naves maltrechas, tanto si sirven para navegar las nuevas aguas, como si no. Mucho más escasas, sin embargo, son las voces que plantean cómo construir naves nuevas para surcar el panorama mediático del futuro -algo que se parece mucho más sensato y plausible.
La razón es clara: el diseño de esas naves del futuro parece requerir pequeño tamaño, gran agilidad, enorme creatividad, apertura a la participación ciudadana y capacidad multitarea para suministrar contenidos diversos y personalizados en un gran número de formatos y plataformas. Una flotilla ligera y variopinta, en claro contraste con los sobredimensionados y monocromos acorazados del pasado.
Las tablas de salvación que se están proponiendo básicamente pueden agruparse en cuatro: suscripción, micropagos, nuevos dispositivos de lectura, y fundaciones sin ánimo de lucro. Estos sistemas fueron descritos en detalle en un artículo que publicamos recientemente en estas páginas.
En el fondo, todas estas tablas de salvación son de dudosa viabilidad por una misma razón: al democratizarse el canal, hemos pasado de un monopolio a un sistema donde hay una enorme oferta de información. Asimismo, el modelo de transmisión de la información ya no es unidireccional, sino multidireccional y conversacional.
Esto parece obvio pero, a juzgar por lo que uno lee en la prensa, no lo es. Un reciente artículo de David Carr en el New York Times viene a escribir el enésimo capítulo en la lista de sesudos artículos de opinión que proponen una solución del siglo XIX para un problema del siglo XXI.
David Carr propone, ni más ni menos, que todos los periódicos se unan en un frente común y conviertan sus ediciones on-line a un sistema de pago, en bloque, simultáneamente y sin fisuras. ¡Se acabó el contenido gratis!, proclama.
Consciente de que su propuesta no sólo es contraria a la ética, sino también a la ley, Carr sugiere que se aplique a la prensa una excepción frente a la legislación antimonopolio. Sin comentarios.
Internet ha puesto al alcance de los habitantes del planeta una enorme cantidad de información. Llevaría volúmenes detallar los beneficios que esto ha supuesto y está suponiendo para la sociedad en su conjunto. Por ello, al leer las palabras de David Carr, me invaden sentimientos varios. Por un lado, me cuesta solidarizarme con los apuros de aquellos que están dispuestos a defender sus privilegios a costa del bien común. Por otro lado, me entristece ver la estrechez de miras de los que tienen en sus manos, no ya la supervivencia de un negocio, sino la supervivencia de instituciones que han sido cunas del mejor periodismo y que creo que tienen todavía un papel muy importante que jugar en el panorama informativo.
En los momentos de crisis, uno ve lo mejor y lo peor de las instituciones y de las personas. En los medios tradicionales hay excelentes periodistas que entienden su profesión como un servicio público, y la ejercen con un compromiso personal con las libertades. Estoy seguro que en la era de internet sigue habiendo un lugar destacado para ellos. Desgraciadamente, en los medios tradicionales, también encontramos individuos que son incapaces de ver más allá de su decadente condición de niños bonitos de la comunicación, de miembros de un club hasta ahora selecto e inexpugnable, cuya cuota de socio ha pasado, de la noche a la mañana, a no valer nada. Clubes cuya pertenencia ahora está abierta a todos aquellos que demuestren pasión, talento y valía, sin importar quiénes tienen o no tienen padrinos; o si han pasado o no por la etapa de becario eterno; o por el fielato mileurista de las redacciones; o si han sobrevivido o no el maltrato caníbal con el que los periodistas obsequian tradicionalmente a sus compañeros de profesión.
Carr sugiere, en definitiva, levantar de forma artificial un telón de acero tras el periodismo, y volver quince años atrás. Cabe preguntarse si hacerlo no sería una contradicción con los principios mismos del periodismo, y si la creacción de un cártel de periódicos no supone un desafío sociopático a los beneficios que internet ha traído para todos los ciudadanos, periodistas incluidos.
Se da por hecho, además, que los que periodistas ocultos tras de ese telón de acero pueden acceder libremente a los contenidos que hay al otro lado. Carr y sus corifeos parecen aceptar con total naturalidad, ¡of course!, que el peaje sería siempre unidireccional y que la vuelta quince años atrás sería sólo en aquello que les conviene. A mi me sería más aceptable su propuesta si estos medios no pudieran citar, nutrirse de fuentes ni consultar información alguna en internet, sin hacer el correspondiente micropago al ciudadano, al blog, al Twitter o al medio que les proporciona la pista o la noticia en la Red. Reduciendo su propuesta al absurdo, les diríamos que si no quieren pagar, que salgan a la calle libreta en mano; y que desempolven y rescaten de la buhardilla los teletipos.
Al reducir este modelo al absurdo, vemos en segida que el cárlet informativo que Carr sugiere no sólo es anacrónico, ilegal, y sociopático, sino quizás, también, imposible.
La experimentación me parece importante y deseable pero, francamente, en la era de internet, esta insólita propuesta me parece como intentar ponerle puertas al campo.